Y allí estaban los tres niños rubios, sentados en el
banco de aquél parque, riéndose descontroladamente de los tres niños de pelo
castaño que jugaban enfrente de ellos. Yo los miraba, no eran más que niños de
diez años y no podía evitar reírme de su comportamiento. Entonces, los tres
chicos de pelo castaño se dieron la vuelta, mirándolos y se paró el tiempo.
Yo temblé
al verlos, sentía lo que verdaderamente estaba pasando, en ese momento no eran
niños, eran los reyes de la selva, se miraban, se movían inquietos, gruñían,
eran los leones más fieros que nadie ha visto jamás y de repente pasó,
empezaron a galopar velozmente hacia sus enemigos, la baba les caía por la
comisura de los labios, el cielo se volvió negro y la única luz que había era
la que salía de sus iris enfurecidos, en forma de rayos. Me puse de pie, creo
que grité, no me acuerdo, pero en un momento todos los que estaban en ese
parque se percataron de la pelea, los mayores gritaban, no sé si los alentaban,
los regañaban o simplemente se reían del espectáculo como si de un circo romano
se tratase.
Y al fin, los leones se juntaron, chocaron sus
manos, arañaron sus rostros, mordieron su piel. Uno cayó al suelo, vi su boca,
donde antes había espuma y rabia ahora había sangre, era uno de los niños
rubios, rápidamente sus compañeros fueron a ayudarle, no iba a terminar nunca, decidí
poner fin a aquella batalla pero no pude, la hierba del césped se había
enredado entre mis botas y subía por mis piernas paralizándome.
Entonces
llegó el final: el niño rubio empezó a llorar descontroladamente, estaba
asustado y empezó a gritar: ¡Mamá! ¡Mamá! Ella apareció entre la multitud que
los rodeaba y corriendo lo abrazó. Se había terminado la pelea, el sol empujó a
la noche que hasta ese momento nos rodeaba y me di cuenta: solo era una pelea
de niños de diez años, de niños rubios y de niños morenos, en definitiva, de
niños diferentes. Era su rebelión, su manera de demostrar que eran distintos y
dejar claro a qué grupo pertenecían.